La vista era desgarradora: un galgo que alguna vez fue majestuoso, derrotado y abandonado, yaciendo inmóvil sobre la cerca, su pelaje que alguna vez fue reluciente ahora es un desastre apelmazado.
Las moscas revoloteaban a su alrededor, implacables en su tormento de la debilitada criatura. Era un cuadro sombrío, una secuela cruel de una vida de carreras que había cobrado un precio tanto en el cuerpo como en el espíritu.
Tristan, como lo llamarían más tarde los compasivos aldeanos, se había convertido en una trágica víctima del cruel desprecio de la industria de las carreras. Después de perder una carrera, fue descartado, abandonado a merced de los elementos, sin nadie que atendiera sus heridas ni le ofreciera consuelo en su angustia.
El descubrimiento de Tristán provocó una empatía colectiva entre los habitantes del pueblo rumano de Teleorman. Indignados por la injusticia cometida contra esta alma gentil, no podían quedarse de brazos cruzados. Con una mezcla de tristeza y determinación, decidieron intervenir, no sólo para rescatarlo de su situación inmediata sino también para reescribir la trayectoria de su vida.